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El Mar de mi planeta

de administrador

Pensaba que no lo iba a echar de menos. Nunca fui de sombrilla, toalla y hamaquita. De hecho, me resultaba bastante cansino tener que aguantar a ese tipo de multitudes cada verano -los niños correteando por allí y levantando arena, la gente irrespetuosa gritando, los chavales pavoneándose delante de las niñas con esa mierda de música a toda pastilla- no, eso no era para mí. Así que cuando me propusieron irme a la capital no caí en la cuenta de que había nacido y crecido a su lado, que lo había mamado desde pequeño y que era parte de mi ser. Decidí aceptar.

arena-Aquella ciudad era muy ruidosa. Gente, motores, pitidos, vagones, ventilaciones, aparatos… Nada ni nadie hablaba pero aun así no había silencio. No estaba permitido escuchar.- Antes, cuando me encontraba a su lado, no me pasaba eso. Daba igual que a mi alrededor hubiese más de mil domingueros tomando el sol. -La arena, de la que Él había sabido rodearse, mandaba guardar silencio. Las voces, los gritos y la música eran absorbidos por ella, manteniéndolos a raya y amortiguándolos. La playa era una función, un monólogo en el que solamente le estaba permitido hablar a Él. Y vaya que si hablaba. Cada vez que el viento arrastraba sus olas hasta la arena, ésta dejaba que te impregnaras de sus palabras.-
Muchas veces invertí tiempo en escucharle. –Él debía ser muy inteligente, ya que hacía muchos siglos que estaba allí. Desde mucho antes que cualquiera de nosotros. Y además nunca se callaba, así que si tanto tenía que contar debía ser porque realmente se consideraba muy sabio. Había días en los que el viento le molestaba, a lo que Él le replicaba sin parar. Otros días, en cambio, estaba tranquilo por lo que se limitaba a susurrarle a la playa.-

Mi compañero era uno de los mayores ejemplos de naturaleza en estado puro. Cuando lo observaba siempre llegaba a la conclusión de que su extensión estaba delimitada por el infinito. –Sí, Él era la definición de infinito. Tanto era así que ni siquiera el Sol, el Gran Astro Rey, era capaz de escapar a esa inmensidad. Él era el que, por las mañanas, daba permiso al Sol para emerger por el oriente y al atardecer le mandaba recogerse por occidente, permitía a la Luna mover sus mareas y cuando las Nubes de tormenta, el Viento y Él discutían, bien podías echarte a temblar.-

Sí, hace tiempo ya que me di cuenta de que lo necesito, de que lo echo de menos. Pero también hace tiempo que sé que, tarde o temprano, volveré a su lado.

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