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Huerto urbano: el reencuentro

de administrador

Tengo la suerte de llevar a mi hijo a un cole infantil en el que su directora y sus profesores no hacen más que darle vueltas a la cabeza e inventar para que los niños experimenten, prueben, jueguen, sientan y en definitiva aprehendan (sí, con h) lo que es crecer, vivir y ser feliz. Y entre todos esos inventos e ideas «locas», ha surgido el proyecto de poner en marcha un pequeño huerto urbano.

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Que un colegio tenga un huerto no es ninguna novedad, aunque quizá sí podría serlo el que lo tenga una escuela con niños de 2 y 3 años. Y aunque la forma de participar en el huerto pueda ser diferente a la de niños de 7 u 8 años, los peques se emocionan cuando les dicen que van a ir al huerto porque saben que van a tocar la tierra, van a jugar con el agua, van a arrancar hojas secas, van a poder ensuciarse y van a ver de nuevo la evolución de las plantas que nacieron en su aula y que están creciendo en su jardín. Y es normal que se emocionen, porque el contacto con la naturaleza y la necesidad de tocar la tierra es algo que está en su código genético.

Pero no solamente es una experiencia para nuestros hijos. Los padres estamos tan volcados en el proyecto que nos hemos hecho niños y estamos exprimiendo al máximo lo que nos ofrece nuestro bancal de 3 x 2 metros: turnos para preparar la tierra, para abonar, para ir a comprar plantitas, para ayudar a los niños a sembrar… todo marcha sobre ruedas y la ilusión del proyecto nos llena completamente.

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Cuando preguntas a los adultos que colaboran, la inmensa mayoría te cuentan que lo hacen porque en primer lugar creen que es algo muy positivo para sus hijos pero en segundo lugar lo hacen porque les hace ilusión tener un pequeño huerto en plena ciudad. Ellos también siente esa «llamada de la tierra» que les une y les transporta a lo que de verdad somos, animales nacidos en un planeta azul y verde en el que el campo nos da de comer.

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En cierto modo, para muchos de nosotros el huerto urbano supone el reencuentro con la tierra. Pasar de ser un mero consumidor a ser un participante activo del ciclo anual de nuestro planeta. Sembrar, plantar y cuidar de una planta nos convierte de nuevo en niños, nos devuelve a nuestros orígenes y nos permite estar atentos al funcionamiento de las cosas. El funcionamiento de esas cosas que el maquillaje de hormigón, cristal y acero de los supermercados y las grandes superficies ocultan al mundo.

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